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El liderazgo para la innovación, a diferencia del enfoque convencional, se caracteriza por ser ante todo un fenómeno colectivo o «interpersonal» en el que participan tanto los líderes formales como los líderes de facto y líderes ad hoc o circunstanciales en la organización. De hecho, cuanto más distribuido, liberado de la estructura formal y permeable sea el ejercicio del liderazgo, mayores posibilidades de consolidarse tendrá una cultura de innovación.
El concepto de innovación que manejamos aquí no se refiere tanto a la innovación y originalidad radicales como a la innovación incremental que persiguen más frecuentemente las organizaciones. De hecho, un gran número de experiencias empresariales, desde Henry Ford hasta Amazon, indican que la originalidad, «tener la idea», no es tan determinante como la capacidad de ponerla en práctica.
En cualquier caso, innovar implica generar o adoptar ideas, explorar y experimentar. Esto requiere aprendizaje, que a su vez requiere información. Junto a esta dinámica central de compartir e integrar conocimientos, una cultura de innovación necesita además de un entorno altamente colaborativo y no jerárquico, en el que se tolera el fracaso y el deseo de experimentar, una visión y objetivos compartidos, seguridad psicológica para opinar, debatir y disentir, y un compromiso colectivo de excelencia en la tarea.